3.8.15







La felicidad del fumador

RafaelÁngel Herra

La felicidad del fumador radica en los gestos. 
Óiganlo bien. Les diré las razones. El cuerpo es una maraña de actividades mecánicas. La felicidad consiste en repetirse, en hacer una y otra vez movimientos idénticos porque el eterno retorno de lo mismo es sensual. No me refiero a la felicidad absoluta —esa no existe ni en los jardines del Paraíso—, sino a los pequeños placeres.

Hablaba con gran soltura. Jamás vi a Lucrecia tan sensual (la llamábamos Lucrecia, con perdón de los amantes renacentistas). 

Se lo voy a decir a ustedes, queridos amigos —siguió diciendo—: el fumador abre primero la cajetilla… a no ser que lo conviden. Este acto, siempre repetido con los mismo movimientos, no es un tic, es una ceremonia, un juego serio y a la vez propiciatorio. Tengan esto por seguro: en el interior del paquete forrado con celofán aguarda la dicha, no porque anticipe los placeres, sino porque la voluntad de abrirlo repercute hasta en las glándulas. Mientras hace esos pequeños gestos, el fumador aspira la fragancia (o el suplemento aromático, ¿qué más da?) acercándose el paquete a la nariz: el tabaco huele a deseos a punto de hacerse realidad. Primero arranca la cintilla roja y, dando un tirón, separa la película transparente. La tapa se acopla en diagonal a las caras laterales del paralelepípedo rectangular (pueden aprenderse el nombre, si quieren, dijo Lucrecia con una sonrisa en los labios, bajando la voz) y está unida al lado ancho, el cual es más bien una prolongación del cartón. De nuevo un movimiento preciso: juntando el pulgar y el índice, mientras sostiene la caja con la otra mano, saca el pequeño pliego de aluminio que sirve de tapadera. 
Esto merece una acotación: algunos fumadores arrojan los despojos en el cenicero así como quedan, sin alterarlos. Otros, en cambio, según lo han verificado las investigaciones eruditas en esta materia, prefieren arrollar y machacar el trozo de papel plateado y dejarlo caer sin más atención que la que se merece. Pero sigamos, señores. En los anales del fumado consta la evidencia de sujetos escrupulosos para los cuales el movimiento automático siguiente consiste en sacar los veinte cigarrillos a la vez, con el propósito de darles vuelta y reintroducirlos en el paquete, bien ordenados y con el filtro hacia adentro. Así, satisfechos de velar por la salud, los dedos sucios ya no tendrán que manosear la parte reservada a los labios. Permítanme que aluda a un hecho mil veces verificado por la práctica: invirtiendo los cigarrillos en la caja, la picadura de tabaco queda expuesta, sin el casto ropaje del filtro. Según refieren ciertos sabios minuciosos, este pequeño truco estimula el placer contemplativo, esa especie de voyerismo gastronómico de los fumadores embobados frente a cuatro briznas de picadura.
No mencioné aún las marcas comerciales. Bien rastreros seríamos si nos postrásemos de rodillas ante ellas. En cierto modo, todas se equivalen. Aún los sabores livianos son intercambiables, salvo el mentolado, ay Señor, ya lo invoqué y ahora me pregunto cómo lo resisten algunas fumadoras y lo aman y lo compran (porque ese vicio, quién sabe por qué, atrae en especial a las mujeres, excepto a mí). Como en cualquier mercado, entre los cigarrillos también presumen las marcas lujosas. Algunas de ellas le advertían al fumador que sacara la chequera o se metiera la mano en la bolsa hasta el codo. Pero, señoras y señores, al final todas las marcas se parecen: ni el tabaco liviano es liviano, ni el normal es normal, ni el caro es mucho mejor que el barato, excepto para hacer pública la capacidad de pago del comprador, que puede ser cualquier tipejo sin honra. Solo se diferencia un poco el tabaco negro que antes distinguía a ciertos fumadores. En el vasto imperio de la mercancía tabaquera todos tienen lo suyo, aunque esta exclusividad parece ser simple ficción. Porque lo importante no es el tabaco sino los ritos gestuales. Si las marcas son intercambiables, la ceremonia de abrir el paquete, sacar los cigarrillos, etc., etc., siempre se repite y expresa un estilo personal.

Lucrecia guardó silencio por unos segundos, nos miró sin sonreír y siguió: 

Una vez abierta la cajetilla y expuestos los cigarrillos a la mirada ansiosa, hay que elegir uno entre veinte. ¿Cómo? Son iguales, iguales entre ellos, iguales hasta la desesperación, hasta el vértigo, perfectos en su igualdad pura. Sin embargo, tengo que sacar uno solo, pues ni yo ni nadie se fuma varios al mismo tiempo (salvo los fumadores distraídos). ¿Qué hago? Los cigarrillos se aprietan unos contra otros, en pares ordenados, maldito orden de dos filas de diez, no hay espacio para meter las pinzas del índice y el pulgar que tan bien se desempeñaron en sus ritos anteriores, cuando sacaron el celofán y abrieron la tapa de cartón. Si el fumador tiene dedos torpes o muy gruesos, no le queda más que volcar la cajetilla y practicarle un golpe seco contra la palma de la mano o contra el índice, la mano extendida, para liberar unos cuantos cigarrillos, desordenando las filas de dos en fondo, con el noble propósito de tomar entre los dedos el que se haya separado mejor. A fin de cuentas la ruleta del azar va condicionado nuestras decisiones incluso en los detalles inútiles. Si el fumador tiene la suerte de nacer con dedos finos, coge, por ejemplo, el cigarrillo de la esquina izquierda, abajo, y se da por satisfecho. Este acto, igual que cualquier otro, tiene valor en sí y es un valor agregado a la vida. Alegrémonos, señores. Como dice un soñador por ahí, al elegir se le han sumado tres segundos de libertad al mecanismo implacable del gozo.
El fumador se delata: ha llegado la hora. Quiere aproximarse el cigarrillo a la nariz, respirando, acariciándose. Le agrada tocar, palpar, apretar, oler, rozar con los labios el blanco cilindro. La gran promesa repetida una y otra vez en cada cantacto y nunca acabada de satisfacer, es un filtro de amor. Qué agradable voltear el cigarrillo, arrancarle briznas de tabaco con los dientes y retenerlas en los labios y la lengua hasta sentir un tibio fuego picante. 
Ahhh, bendito sea el fumador que, sin paciencia para resistir sus ansias, aprieta la caja de fósforos, la abre, saca el primero que puede y lo frota hasta producir un pequeño chasquido… pero no, el fumador paciente no quiere todavía el tufo de pólvora, antes sostiene el pitillo con dedos de niño tranquilo, sin presión, para conservarlo intacto mientras la brasa y las aspiraciones lo transfiguran en humo. Para lograrlo —desgraciado el que no siga este método— se ejercita el tacto fino y así lo hace incluso el canalla más desenfrenado, el más brutal patibulario: se lo aproxima a la nariz y, Dios me salve, qué felicidad en esa aspiración preliminar y anhelada: ahí veo al fumador cerrar los ojos, concentrar la atención en el fuego seco, antesala del mundo deshecho y vuelto a rehacer en la frágil materia de la combustión que entrará en su cuerpo junto con el aire que da vida. Qué sacra ceremonia extraer el cigarrillo, llevárselo al rostro, acariciarse la pared de la nariz en su blanco augurio y dejarlo flotar entre los labios para retenerlo con veneración propia de inmortales. Ahora el fumador tienta la cabeza del filtro con la punta de la lengua… el filtro, sí, esa ofensa a la noble picadura. Qué agradable acercar el tabaco a los labios, a la lengua, a los dientes, darle mordisquillos y arrancarle filamentos, hasta que reine en la boca una textura de cáscara de limón.

Lucrecia se volvió a interrumpir, miró hacia el salón, más allá de los oyentes, y siguió hablando, poseída, mientras un vecino de mesa expulsaba humo por la nariz.

Así es la historia de cada bocanada. La prehistoria comienza antes, señores, mucho antes —y valga la redundancia—, puesto que se debe comprar la cajetilla, hacer un esfuerzo y desplazarse. El cantinero, el mesero o el vendedor en el kiosco te la entrega con un gesto firme, serio, mano a mano, celebrando un contrato. Sin embargo, aunque practique un acto de confianza, se muestra indiferente (¿no ve, el muy imbécil, que en esta transacción se juega tu identidad?). Ese aire indiferente no tenía importancia. La debacle sobrevino después, un día no muy lejano, créanme, pues comprar cigarrillos en el supermercado es una humillación. Nuestros tiempos han renunciado a toda ceremonia. Qué horror. Los paquetes esperan al cliente en un anaquel cualquiera sin nobleza ni honra, como vulgar mercancía. Pero escuchen más, señores, vean lo que hay que ver, pues el drama no acaba allí. La degradación empeora con los máquinas automáticas. Y peor aún, el punto más bajo de esta universal vergüenza, ocurrió cuando en muchos países instalaron expendedores traga monedas en el submundo de los servicios sanitarios: qué repugnante, Dios mío, junto a los orines y las máquinas automáticas de condones.
Señores: el placer del vicio consiste en gestos cíclicos, propiciatorios, como los del actor: repetir, repetir y repetir, para que cada repetición sea algo nuevo. Por eso digo: es inútil encender el cigarrillo y aspirar el humo. Gracias a la reinvención de los gestos, el fumador se satisface sin fumar y evita una deshonra, la más vergonzosa del mundo: el cenicero y las colillas, restos de naufragio, pestilencias, penes vencidos, triturados, humillados entre cenizas.


Así terminó Lucrecia su discurso, los labios húmedos, aspirando humo imaginario.