9.4.10


QUÉ BUENO VER TELEVISIÓN

El cuatro por cuatro voló zumbando por mi derecha y serpenteó entre los autos que me precedían, para perderse de vista.

Atiné a ver a una muchacha apañada al volante; y vi otra cosa más. Esta escena repitió un hecho que me había llamado la atención meses antes cuando subí a un taxi a la hora en que se jugaba un 'clásico' del fútbol costarricense.

La misma aparición se repitió en cinco o seis vehículos más. Tal vez esta podría ser una carta a los señores diputados.

¿De qué hablo? En Costa Rica es posible lo que en Canadá, para citar un país con reglas de tránsito serias, no se le ocurriría a nadie ni en las peores pesadillas de horror.

Les hablo de la televisión... o, más bien, de la costumbre de sentarse frente a un televisor. Pero no en cualquier parte, en una sala o con ocasión de esa infame costumbre de colgar pantallas que te acosan en bares y restaurantes.

No, no hablo de eso. Hablo de los pequeños aparatos atornillados tras el volante y que van encendidos, parpadeantes, luminosos, seductores, mientras el chofer aprieta el pie derecho en el acelerador. Tal cosa tienen en común la chica arrogante que volaba serpenteando en su 4x4, el taxista que se moría por un equipo de poca gloria y más importante que las calles por donde transitaba, y todos los demás casos que el azar me puso frente a los ojos.

Señores diputados, me dirijo a ustedes sin mucha esperanza de éxito. Solo quiero terminar esta carta con lo que considerarán una trivialidad: nada más cerca del crimen que ir conduciendo con un televisor encendido frente a los ojos.

Solo un idiota con cinco rones en las tripas lo super.

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