11.8.08

CHIRRIPÓ


Tres días en el Chirripó

Reto. Sus amantes, como todos los amantes, lo saben: 3.820 metros sobre el nivel del mar, 20 km. montaña arriba y un ascenso de 2.320 metros, son una bagatela si la meta es un amor sin condiciones. Lo merece el que goza la naturaleza y el que sacuda sus músculos dormidos.

Viernes, el ascenso. Aquel fin de semana escuché cantos de jilguero. Durante tres días habité el páramo, miré el cielo azul con ojos de amante bíblico y respiré un aire sin mácula que solo he visto en el Altiplano de Bolivia. Los amantes del Chirripó, como todos los amantes, lo saben: 3.820 metros sobre el nivel del mar, 20 kilómetros montaña arriba y un ascenso de dos mil trescientos veinte metros, son una bagatela si la meta es un amor sin condiciones. Se lo merecen el amante de los goces naturales y el que se sacuda sus músculos dormidos.

Éramos cinco: Pedro Bolaños, médico, experimentado maratonista y veterano de caminatas y carreras al Chirripó, sus dos hijas, Faviana, Arianne, Roberto, y yo. Esta compañía fue una suerte por el ánimo que inspiraba.

Todo el mundo conoce el inicio de la primera cuesta en el kilómetro 0, a 1.520 metros; aunque El termómetro podría intercambiar de nombre con cuesta de Los arrepentidos, ya cerca del Centro ambientalista El páramo, a 3.400 metros. Debo ser sincero: durante la dura marcha de ascenso disfruté poco el entorno; más bien me concentré en el camino: pedruscos, tierra arenosa, cantos rodados, escalones, rampas, el color cambiante de la arcilla terracota que va desde el marrón café con leche hasta el barro de olla casi blanco. Ponía más atención a la resistencia del terreno, a los cambios en mi cuerpo, a la pérdida de energía. En los tramos más duros el monitor de ritmo cardíaco que portaba se aceleraba. De pronto sentí una sensación anómala: me percibía, percibía mi cuerpo por medio del reloj en la muñeca.

Superé, a paso tranquilo pero reconcentrado en el esfuerzo, las cuestas de Los monos (1.739 m), Llano bonito (2.519), Barba de viejo (2.817), Monte sin fe (3.200), Los arrepentidos hasta llegar al refugio al pie de la colina más bella del mundo. En treinta minutos quedó atrás la administración donde venden camisetas con una leyenda propia de ostentadores: "Yo también subí el Chirripó".

A las 2 p.m. nos echamos a rodar cuesta arriba una vez más. Llegamos a la cima del Chirripó a las 5 p.m. El sendero, serpenteando por el páramo, pasa junto a un riachuelo de curso tranquilo. El Talari forma un cañón en miniatura entre el verde ceniciento, matizado con gran variedad de yerbas en flor. Es imposible no ver los destrozos de la conflagración. Varios incendios, en las últimas dos décadas, destruyeron robles del bosque y parte del páramo. Yacen por ahí los esqueletos de miles de troncos, duros vestigios de un jardín natural abatido y hoy en proceso lento, lento de regeneración.

Este viernes nuestros pasos nos llevaron hacia valles de poesía, a los cuales flanquean, a izquierda y derecha, los altos macizos de roca pura cincelada por el viento. Luego, virando hacia la izquierda, ascendimos un sendero, a la derecha del cual el terreno se corta en profundos farallones, hasta una loma frente a la cual se eleva el cuerpo sereno del Chirripó. A sus pies descansan el Valle Morrenas y sus lagunas. Después de un descanso, seguimos hacia la cima por el sendero de pedruscos encabalgado en la montaña. Cuando me vi, estaba a mitad de camino en la ladera del pico, las manos apretadas a las rocas, el vacío a mis pies.

Entonces empezó el vértigo.

No lo había previsto. Fue repentino, implacable. Abajo, entre bancos de niebla, resplandecían las nueve lagunas, casi misteriosas. Me detuve, abrazado a la pared, respiré hondo, mereciéndome el aire puro. Di unos pasos hacia atrás, iba a emprender el regreso, pero entonces, en aquel instante de fuga, me dije: 'seguiré y bajaré de cuatro patas, como personaje de arte grotesco, pero sigo'. Corrí hacia arriba, el corazón rompió sus límites, llegué. Pedro me dio un abrazo. Siguieron la contemplación del horizonte, el frío, las fotografías. A dos grados Celsius yo andaba sin abrigo, sin guantes, sin gorro, ni bufanda. Tenía que mantener el calor, vencer el vértigo. Pero el vértigo se fue solo. No reclamo mérito alguno. Bajamos con tranquilidad, casi saltando. Llegamos al refugio a preparar la cena, a oscuras. Hacía falta recuperar fuerzas, hablarnos sobre el milagro de ascender y sobre el goce de aquel mundo insólito, tan cerca de nosotros y a la vez tan lejano, y por cuya magnificencia se debía pagar el precio de un esfuerzo físico que solo para los deportistas es algo natural.

La ruta del sábado. El sábado los pasos se iniciaron por la ruta del Chirripó hasta el Valle de los conejos, a 3,3 kilómetros. Conservo dos fotografías del lugar donde se encontraba, hasta 1982, la barraca del primer refugio del parque. Muchas cosas se conocen pero no se saben: un ambiente alterado tarda en recuperarse; tras 21 años el suelo ahí sigue mustio, con manchas de erosión. Da pena el crimen ecológico que arruinará por siglos el campo costarricense.

Hora y media después estábamos junto a la laguna Ditkevi, diminuto espejo de juguete del páramo 7.

Antes de llegar a los Crestones se eleva una formación montañosa, tal vez la más dramática del parque, sobre todo si la enturbian jirones de niebla arrastrados por los vientos como si acabaran de salir del Purgatorio.

Llegamos a los Crestones, la meta del sábado, después de otra subida, ya casi forzada, por los cascajos de un caminillo de saltos abruptos. Desde uno de aquellos pedruscos que se remontan al origen del mundo, el más ancho y alargado, se divisa el horizonte en todas direcciones. No hay mejor sitio en el Chirripó para contemplar la magnificencia de un atardecer de verano sin niebla. Pero ese no era el día.

El domingo del regreso. Cuando dejamos el refugio debí comprender que la nostalgia y el esfuerzo van de la mano; pero no fue así: aún no había llegado el tiempo de recordar; lo veo ahora, días después, representándome la luminosidad infinita pero fugaz.

Cuando vi las yerbas y los arbustos del páramo y, más adelante, los robles del bosque nuboso, pensé en los colores de la vegetación costarricense. En el Pacífico los verdes conforman un el espectro de tonos suaves, brillantes, hasta alcanzar la sutileza de matices cenicientos. El Caribe impone gamas sombrías, verdes intensos, animados por sombras y humedad. En el páramo los verdes evocan a los del Pacífico, pero, montaña abajo, se tornan fantasmales gracias al efecto inquietante de la niebla y a los líquenes colgados de las ramas como barbas de gigante viejo. Estos colores convocan afectos y emociones de muy variada naturaleza. Kant se imaginó la estética de lo sublime junto al Báltico, admirando las estrellas sobre su cabeza. En el trópico le habrían bastado las montañas y los bosques.

Durante el descenso se reconocen las mutaciones del páramo en bosque. Los árboles crecen, la vegetación aumenta en densidad y variedad. El roble negro y el roble blanco preceden a las pacayas y al helecho arborescente, la planta más bella, esbelta y misteriosa del trópico. El inicio de la Cuesta del agua coincide con la frontera del bosque de robles. Desde ahí el paseo es un ingreso mítico a un mundo de niebla atravesado por rayos de luz fugitivos. Si el jardín del Edén existiera en alguna parte, además del locus imaginarius que ocupa en occidente, estaría poblado de jilgueros. Su canto es infinito. En algún lugar de la cuesta, un letrero sienta una advertencia sobre el abismo nuboso: "Peligro. No recostarse en la baranda" (de troncos). Detrás de cada vuelta del camino hay una caída vertiginosa. Junto a los helechos arborescentes empiezan a verse barbas de viejo, enredaderas, largos bejucos, cientos de epífitas, garrobos y líquenes, hongos de colores insólitos. En un instante que se me escapó de la mirada, Pedro tuvo la única oportunidad posible de pillar a un ratoncillo del bosque atacando a una serpiente. Logré ver a los dos animales, pero no el ataque, perturbado por nuestra presencia. El ser humano altera incluso los mecanismos de agresión en el medio natural.

En el último kilómetro me lesioné la rodilla, pero eso no importa. Me queda el placer del ascenso. La montaña pertenece a los ascetas, aunque sea por unas horas. A su regreso, después del largo esfuerzo, ya lo sabe: hay cosas que valen la pena en sí mismas, sin otro fin más allá de la energía consumida y la contemplación del reino natural. Quien culmina la tarea de elevarse sin perder el contacto con el polvo donde se apoyan los pies, siente la ilusión de penetrar los misterios de la vida, o tal vez se reencuentra consigo mismo en un estado de purificación, y se lo agradece a alguien, incluso a los dioses, aunque sea preciso inventarlos. En vez de agotarse, ha tomado fuerzas del barro; en el aire puro ha conocido la felicidad.

http://www.nacion.com/proa/2005/julio/24/proa9.html

2.8.08

Pinchonazos


Un pinchonazo en internet cae tan mal como el de una llanta.


Un día de estos, sin darme cuenta, hice clic (o pinché, como dicen los españoles) en un sitio indebido y así se fue volando a todas mis direcciones una solicitud de amistad automática. Había caído en la red, para decirlo bien dicho. Instituciones frías y sin espacio para el diálogo, e incluso destinatarios inútiles que debía haber borrado, recibieron el mensaje.

Algunos amigos se sorprendieron, como aquella señora muy digna que me escribió: «Puede ser que no hayas sido tú quien me mandó esta solicitud. Será original, pero me da la idea que no es tu estilo [...]. No me entiendas mal, no soy de la opinión que sólo las “viejas” puedan interesarse por ti [...]». Valga la broma. Peor me fue con un señor muy serio cuya carta traduzco, también en parte: «¿Me enviaste tres emails en los que se me impele a unirme a una red llamada [X]. Llegaron a tu nombre [...] y creo que se trata de correo basura. Aunque no fuera así, no estoy dispuesto a entrar en esa red, pues mi tiempo es muy valioso». En suma, salí regañado.

Aunque estoy inscrito en un par de tales redes, no las visito casi nunca, más por falta de tiempo que por desinterés, aunque, si alguien pone un mensaje, me asomo a curiosear y a responder con el interés del caso. Como no soy diestro en el programa de marras, lo cual solo llega con la práctica, pasé inadvertido un truco: al aceptar una invitación y entrar, según me ocrrió, se abre la opción de una entrada a todas tus direcciones y, si no te das cuenta, el pinchonazo envía invitaciones ciegas a todas ellas, sin reparar en edad, sexo, amor o desamor.

No tengo prejuicios contra estas redes. Pueden ser interesantes y llenar necesidades de comunicación, sirven para compartir opiniones, fotografías e intereses. Lo curioso es que a veces pueden ser compulsivas en su diseño mismo o volverte compulsivo. Una de ellas, cuando te llega la invitación de alguien, añade este texto: ¿Qué diría fulanito si le dices que no? Te obliga a 'enredarte' a fuer de no ser descortés.

No podemos ignorarlo: la telemática ha cambiado el mundo y enhorabuena. Me queda un consejo: no pinchar en cualquier parte sin la discreción debida.

(La Nación, Pág. 15)

25.7.08

Carretas lejanas en mi memoria

San José. Desfile de boyeros. Chuzos, gente, un sol cariñoso después de tantas lluvias. Este domingo fui a ver y a fotografiar, pero terminé vagando entre los espacios de la memoria.
Tres recuerdos de infancia me apretaron el corazón. Los tres pugnan aún por saltar desde los linderos del olvido.

Primero se me aparecen una carreta y una yunta desbocada calle arriba, y un boyero doliente en el suelo – le sangra una pierna, el pantalón está roto, sucio, con suciedad de tierra. Algo acaba de ahuyentar a los animales. Corren en fuga vertiginosa pisoteando con furia el pavimento. Las ruedas suenan a bestias que roen piedra. La sangre tiñe un pie descalzo.

El otro recuerdo es más doloroso. También es una imagen flotante en las lejanías de mi niñez.
Silencio. No hay voces, ni ruidos. Sobre la carreta yace un cadáver, tal vez el boyero mismo. Nadie mira. Las cosas se han inmovilizado. El cadáver está rígido, no cabe en el cajón, más bien reposa entre los parales, junto al chuzo. Las campanas de la Iglesia de la Agonía no doblan por el muerto. Los bueyes rumian, apacibles. ¿Se habrán dado cuenta? Nadie llora al boyero. Aún me conmueve su soledad.

El tercer recuerdo es simple algarabía. Hay carretas vacías, yuntas de animales blancos, grises, pintados, con cachos que rascan el cielo. Están en la Calle ancha, frente a la Iglesia, porque hoy es fiesta patronal. Los boyeros han venido a merecer el perdón del Santo Cristo de Esquipulas.
No recuerdo haber visto carretas en mi familia, pero una vez, jugando en el cielo raso de la casa de mis abuelos, me llamó la atención la existencia de una pieza del cajón puesta ahí, como puente entre las vigas. Tal vez sigue en el mismo sitio, aún hoy, tras tantos años de olvido.

Mis recuerdos lejanos se entremezclan con carretones tirados por mulas de anteojera. Pero estos ya desaparecieron del país y no sé si de la memoria. Ya no podemos fotografiarlos. No importa. Aún nos quedan las carretas. Celebrándolas con desfiles no podremos a reconstruir el país que se fue, pero rescatar del olvido los recuerdos compartidos como ese nos ayudará a inventar el país que aún queda por hacer. ◊