
Los trucos del demonio: teología aterrorizante de los intelectuales
Capítulo de mi libro AUTOENGAÑO. PALABRAS PARA TODOS Y SOBRE CADA CUAL (ED. UCR, 2012)
«El diablo –así lo refiere la historia– cayó en violenta cólera cuando nuestro Señor descendió a los infiernos y liberó a Adán y Eva y a todos a los que había decidido salvar.» La cólera de Lucifer, como la de Aquiles en la Ilíada, impulsa la acción de El profeta Merlín o el libro del Grial (1). Este relato del siglo XIII ilustra la práctica de justificar el origen de ciertas conductas por medio de Lucifer. Veamos cómo sucede. El Cielo ha liberado a Adán y Eva. Los diablos, contrariados –pues aquella liberación es intolerable–, se reúnen en asamblea y preparan la revancha. Conciben entonces el nacimiento de «un hombre capaz de seducir a otros hombres» y abatir el reino de Cristo. Para este fin, uno de los demonios logra ejercer su influjo sobre la esposa de un hombre rico al cual había dado tres hijas y un hijo. Gracias a ella averiguó también el demonio que la mejor forma de perder al marido era tocarle los bienes y hacerlo entrar en cólera. Se dio entonces a la tarea de destruirle parte de los rebaños y lo arrastró a la ira y lo tuvo a su merced. Después de perder muchos animales y dos bellos caballos, pronunció el hombre «palabras insensatas» y le ofreció los bienes restantes a Lucifer. Este, muy feliz, dio muerte a los animales que aún vivían y le causó nuevos daños. El hombre huyó. Entonces el demonio fue y estranguló a su hijo pequeño. Al oír las tristes noticias, al contrario de Job, el hombre renunció a la fe, desesperado. El demonio buscó otra vez a la mujer, y la hizo subir a un cofre y colgarse de una cuerda. Al enterarse de esa doble pérdida, el marido enfermó y murió. Y dice el relato: «Así actúa el diablo con los que puede someter a su voluntad.» Quedaban las tres hijas. Un joven, poseído ya por las fuerzas del mal, sedujo a una de ellas, «con gran placer.» Lucifer, a quien le gusta la publicidad del éxito, arregló las cosas para divulgar el pecado; y la joven, llevada a los jueces, recibió condena de muerte (porque así se castigaba el comercio carnal, salvo el de las prostitutas). Y dice el relato: «He aquí cómo el diablo pierde y abruma a quienes realizan sus obras»… Las otras dos hermanas se creían convencidas del rencor de Dios. Un cura, a cuyos oídos llegó la historia del drama, se acercó a darles apoyo. «Dios no odia a nadie –les dijo– pero sufre cuando ve al pecador odiarse a sí mismo.» Les dio buenos consejos, y les ofreció su asistencia y el socorro del Señor si seguían en su seno. Lucifer, como era de esperar en casos semejantes, se irritó mucho e hizo intervenir a una mujer que le servía, la cual, dirigiéndose a la más joven (a la mayor no, porque estaba llena de modestia), apela a dos recursos: la fascinación del sexo y la instigación del rencor: «¿Qué placer puede sentir una mujer –le pregunta– cuando ignora los placeres carnales?» y, luego agrega, azuzando el conflicto potencial con la hermana mayor: «Si ella puede, conocerá el placer carnal antes que tú.» Por lo menos tres veces le menciona el «bello cuerpo» y la oportunidad del gozo que no debe desperdiciar. Al fin triunfa el mal y la joven se prostituye. La hermana mayor, desesperada, busca al cura. «El diablo ronda a tu alrededor», le dice éste, «pero si tienes confianza en mí, no te seducirá.» Esta confianza debía ser clara y sin condiciones, fe en la Trinidad y en los asuntos del alma bien administrados; obediencia a los ministros instituidos en la tierra para guiar a los hombres por el buen camino y confianza en que nuestro Señor vino a la tierra a salvar a los pecadores y a quienes aceptan el poder del bautismo y los demás Sacramentos de la Iglesia. La joven confiesa su fe cristiana y pide auxilio: «le suplico protegerme de los trucos del demonio», le dice. El cura le responde: «Hija querida: si tal es tu creencia, ni el diablo ni los demonios ni ninguna otra potencia maligna podrán seducirte; pero sobre todo, te lo ruego, no te encolerices (...) Cuando un hombre o una mujer se abandonan a una violenta cólera, el diablo se insinúa de preferencia a ellos.» El demonio se valdrá de la cólera para poseerla. Una noche hace llegar a la casa a su hermana menor, con unos jovenzuelos. La mujer recrimina a su hermana. Esta la acusa de amar al cura con amor culpable. Aquella la empuja con la intención de echarla de su casa. Los jovenzuelos intervienen y la golpean. Huye a encerrarse en su habitación y se acuesta llorando, inflamada de cólera y perdido el estado de gracia. El demonio, viendo su oportunidad, se llega hasta ella y la fecunda. De esta trampa malvada nacerá Merlín. Retengamos unos cuantos datos estos primeros episodios de la historia. No es difícil señalar tres ejes sobre los cuales se orienta el conflicto: las intervenciones del demonio, las acciones del hombre y el apoyo de la gracia divina por medio de sus ministros. El ser humano conoce dos fuentes de fragilidad, una corporal y la otra espiritual; es decir, la sensualidad de la carne y la cólera o la pérdida de la voluntad. Al leer esta historia de los personajes que anteceden el nacimiento de Merlín, todo ocurre como si el demonio por un lado y la gracia del Dios, por el otro, manipularan con fuerza los hilos de un drama de frágiles marionetas. Nada más fácil para explicar la conducta moral: todo me ocurre, las cosas suceden, no hago el mal, el mal que hago no soy yo quien lo hace sino una fuerza externa a mí: Lucifer. Los orígenes simbólicos de este drama intervencionista del demonio se remontan a la derrota del paraíso terrenal. Satán indujo a la serpiente a la desobediencia; esta persuadió a Eva; y Eva, a Adán. Los animales demonizados conocerán una larga historia de monstruos que empiezan con la serpiente del paraíso y terminan en las computadoras de la fantaciencia. Adán y Eva no hacen otra cosa que repetir el pecado de rebelión de Lucifer y los ángeles caídos. El estereotipo se mantiene en el relato de Merlín: la cólera y la seducción de la carne son expresiones de la renuncia de Adán y Eva al edén, por dejarse tentar. Las víctimas futuras caerán por perder la gracia y el apoyo de los ministros de Cristo. El poder de Satán se irá acentuando hasta imponerse de manera generalizada en los siglos XVI y XVII. ¡Curiosa erudición del mal! Un tema fue objeto de discusión entre los eruditos: cuántos diablos hay. Alberto Magno dice que solo Dios lo sabe, ¡desde luego! Jean Wier, en cambio, calcula un número preciso de siete millones cuatrocientos nueve mil ciento veintisiete demonios bajo las órdenes de setenta y nueve príncipes. Suárez, en De Angelis, va más allá de esta curiosa cuantificación y sostiene una tesis teológica de orden cualitativo: cada hombre está duplicado por un demonio dispuesto a tentarlo durante toda su vida. En ese drama a la vez terrenal y fantástico, el hombre necesita de un ángel de la guarda para sobrellevar la guerra perpetua que lo enfrenta al ángel del mal. Protegida por los ángeles del bien, pero también por seres más concretos y materiales como los eruditos y los gendarmes de la Iglesia reformada o sin reformar, la humanidad sufre el conflicto de sus propias pasiones y el vértigo del caos en el que se destacan las ambigüedades de la libertad frente al poder. Las representaciones del diablo cumplen funciones distintas según la capa social en la cual se manifiesten. Los mineros de Potosí, por ejemplo, rinden culto periódico a Lucifer, dios del subsuelo, y luego expresan su arrepentimiento en procesiones consagradas a la Virgen. Este culto, orientado a ganarse el favor de un Lucifer familiar y casi protector, corresponde a tradiciones populares. El diablo popular es menos temible y, en el Renacimiento, sirve, como explica J. Delumeau, para enfrentar la «teología aterrorizante de los intelectuales» (2). Hasta el color difiere: el diablo popular es verde, azul o amarillo. Y es negro el de los eruditos, teólogos y personajes sombríos al servicio de la Inquisición. Satán seduce, hace trampas, juega con engaños, hace oír lo que no oímos. Lutero exclama: «¡Es tan grande la astucia de Satán y el poder que tiene de jugar con nosotros!» Y dice «que somos prisioneros del diablo como de nuestro príncipe y Dios.» La diversidad de sus poderes es inmensa. Para Maldonado «no hay potencia sobre la tierra comparable a la suya», y por eso «¿quién puede resistir al diablo y a la carne? Ni siquiera es posible que resistamos el pecado más insignificante.» Según el mismo autor, «hay tres clases de cosas sobre las cuales el diablo puede ejercer su potencia: los bienes del espíritu, los del cuerpo y los exteriores», es decir, sobre todo. Los demonios tienen poder para hacer casi cualquier cosa, en forma directa o por medio de brujas y magos: pueden esterilizar los campos, atacar los rebaños adoptando forma de lobos, causar victorias o derrotas militares, elevar a los hombres al honor, devolver la juventud a los viejos, como en Fausto. Según Del Río, los demonios pueden ejercer su influencia por tres vías diferentes: «inmediatamente, por movimiento local»; mediatamente, «aplicando por verdadera alteración las cosas activas a las pasivas», o bien «deslumbrando los sentidos con sus ilusiones.» Para ello se sirven de «agentes naturales como instrumentos y útiles.» Según Lutero, «ya que no solo es mentiroso, sino también asesino, el diablo atenta sin cesar contra nuestra vida misma y descarga su cólera en nosotros, causando accidentes y daños corporales.» El Renacimiento conoce también un maniqueísmo en la práctica. Es tan fuerte y obsesivo entre los intelectuales el fantasma de Lucifer, que, por ejemplo, en el Martillo de los brujos aparece citado más veces que el nombre de Dios. Unas pocas líneas de las Escrituras (Mateo, 25) inician, en el siglo XII, la fantasía del juicio final y la suerte de los condenados en manos de los demonios. En los siglos posteriores se representan estas angustias por medio de una iconografía reiterativa y brutal; Berulle escribe: «Victorioso en el ‘campo cerrado’ del paraíso terrenal, Satán despojó a Adán de su dominio y se atribuyó la potencia y el imperio del mundo que le había tocado en suerte al hombre desde su nacimiento y cuyo título lleva después de esta usurpación. Y lo persigue sin cesar por medio de la tentación, no dejando tranquila su alma mientras esté en los límites del imperio que usurpó y conquistó sobre nosotros. Invade incluso su propio cuerpo, de modo que se incorpora ahora en el hombre como, antes del pecado, se incorporó en la serpiente.» Según la interpretación de Jean Delumeau la palabra mundo tenía dos sentidos que los teólogos confundieron. En las Escrituras el demonio solo es rey del mundo de las tinieblas. Juan, en las Escrituras, por otro lado, habla del Verbo que ilumina a todo hombre que viene a este mundo. El mundo de las tinieblas que lucha contra la verdad y la vida se identificó con el mundo del hombre. Dice Delumeau: «Es preciso corregir lo que escribe Buckhardt sobre el Renacimiento, el cual solo fue liberación del hombre para unos pocos: Leonardo, Erasmo, Rabelais, Copérnico... pero, para la mayoría de los miembros de la élite europea, fue sentimiento de debilidad. La nueva autoconciencia fue también la conciencia más aguda de una fragilidad que expresan en conjunto la doctrina de la justificación por la fe, las danzas macabras y las más bellas poesías de Ronsard: fragilidad ante la tentación del pecado, fragilidad ante las fuerzas de la muerte. El hombre del Renacimiento expresó y justificó esta doble inseguridad, resentida con más crueldad que otras veces, poniendo ante sí la imagen gigantesca de un Satán todopoderoso e identificando con él la multitud de trampas y malos golpes que él y sus secuaces son capaces de inventar. Las violencias que ensangrentaron a Europa desde los primeros siglos de la modernidad estuvieron a la medida del miedo que se tuvo entonces al demonio, a sus agentes y a sus estratagemas.» En la demonología y en el miedo a Satán cultivado por los intelectuales, en los conflictos políticos y religiosos, en las tensiones de las comunidades, se fueron asociando fenómenos independientes entre sí. Por ejemplo, las prácticas de magia, que se remontan a la antigüedad (recuérdese la bruja de El asno de oro), tenían como fin el dominio de un diablo por parte del mago, a nombre de Cristo y bajo su protección. Su sentido fue cambiando y la magia se identificó con la brujería. El satanismo, la adoración de Satán, comportó un cambio de sentido: el brujo o mago pasó a las órdenes de Satán, su dueño y señor. De servirse de Lucifer en la magia, el brujo se convirtió en su servidor. Sin embargo, la confusión de brujería y maleficios con satanismo fueron más una creencia del aparato represor que de la mentalidad popular. Hay una acusación en Lucerna (1502) de 130 campesinos contra 32 brujas: en ellas casi no se menciona a Lucifer. Los pactos con el demonio contribuyeron a definir el estereotipo de las brujas en el Renacimiento y la Modernidad. También llegaron a ser objeto de esta paranoia del terror las sectas heréticas a finales de la Edad Media, sobre todo en el siglo XIV, cuando empezó su demonización. Entonces cayeron, víctimas del aparato represivo, los templarios, los waldesianos y los fraticelli franciscanos. Su estereotipo, al que contribuyó Felipe el Hermoso, consistía en una serie de acusaciones perversas, muchas de las cuales se remontan a leyendas antiguas: renegar de Cristo, servir al demonio, dar besos obscenos (en el Sabbat o en otras ceremonias), practicar sodomía, tomar parte en orgías y canibalismo infanticida mezclado con promiscuidad, incesto y remedos de la eucaristía. ¿Cómo se explica esta vasta mitología del terror cuyas consecuencias son tan devastadoras? Se trata de un fenómeno psicosocial de primer orden. La demonización del adversario acontece en periodos de tensión, cuando la realidad histórica y la conciencia sufren grandes alteraciones. En los siglos XVI y XVII los cambios geográficos, políticos, religiosos e ideológicos son de una amplitud tan grande que trastornan los parámetros de identidad y ello suscita incertidumbre, angustia y proliferación de monstruos. Los monstruos, igual que Lucifer, también simbolizan y expresan sentimientos de angustia profundos y procedimientos morales de rechazo. Propongo una interpretación. En el terror satánico intervienen tres clases de fantasías: la fantasía del miedo, la fantasía del deseo y la fantasía de la culpa. En nadie son más poderosas las fantasías y su capacidad de expresarlas que en los intelectuales y en los artistas. Son ellos quienes escribieron sobre el demonio y lo representaron en los relatos, en los murales inquietantes de las iglesias, en los grabados de los libros. Así impulsaron los estereotipos, inculcaron el miedo (su miedo) y suministraron las condiciones emocionales e ideológicas que necesitaban los aparatos represivos, eclesiásticos y estatales, para llevar a cabo las cacerías humanas, hechas de horror, acusaciones falsas y delaciones en cadena. En ninguna parte han existido nunca Satán, el Sabbat, ni los pactos diabólicos, ni las orgías canibalescas, si no fue en las mentes retorcidas de los teólogos inquisidores y en quienes ostentaban el poder secular y religioso. Propongo una segunda interpretación. Las fantasías de una amenaza se encaran de varias maneras: suprimiéndolas con la violencia, descalificándolas con el humor, olvidándolas por medio del placer o haciéndolas irreales en las bellas artes y en monstruos imaginarios. Todo esto lleva a Lucifer. El demonio le dibuja semblantes al miedo, define al enemigo (ficcional o real) y facilita su destrucción sin sentimientos de culpa. El demonio es también un instrumento de castigo cuando se rompe el orden. ¿Por qué representa Lucifer las fantasías del deseo? Estas fantasías son las más ambiguas, las más peligrosas y más necesitadas de represión. En la obsesión de Asmodeo, el demonio de la lascivia, se repliegan lo carnal, el abandono a la espontaneidad, los sueños de inmortalidad y juventud. El demonio representa deseos de vida feliz, repudiados por una religiosidad demasiado exigente y, a veces, despiadada en la regulación de las pasiones. Hans Hinkelammert explica la creencia en el canibalismo infanticida por la presencia de deseos de poder eterno. Este estereotipo del satanismo se remonta a la antigüedad: Cronos devora a sus hijos para que no lo destronen. Tántalo da a su hijo Pélope a los dioses, en un banquete. Agamenón entrega a su hija en sacrificio. En un texto del Antiguo Testamento, tal vez inspirado en Eurípides, el yahvista relata el horrendo sacrificio de Isaac ordenado por Yahvé. En la tradición de los cuentos de hadas, la reina cree comerse el hígado de Blanca Nieves. Y en el cristianismo, ¿no entrega Dios Padre a su hijo unigénito a los pecadores de este mundo, para que lo crucifiquen? Estos mitos –y su antecedente mucho más antiguo en el poema babilónico de Gilgamech– representan todos ellos la fantasía del poder: por conservarlo, se destruye al hijo. Los mitos fundacionales de Occidente se transforman y demonizan porque es difícil ver, reconocer y tolerar el deseo infanticida que apuntala ciertas ideologías del poder en Occidente. Belcebú provoca una tentación maniquea. La presencia del mal es tan poderosa, nos culpabiliza tanto aceptarnos como fuente del mal, que entonces denegamos la responsabilidad de su origen y la depositamos en un principio externo a nosotros: el diablo, o bien los genes, las pulsiones de destrucción... Hay en todo ello un fenómeno de autoengaño: lo que más repudio en otro es aquello en lo que el otro reproduce mis defectos. Son mis defectos en el otro lo que no tolero ni permito. El demonio solo está en nosotros como posibilidad. Dejarme engañar por sus trucos es engañarme con mis trucos. El demonio tramposo es otra cara de la identidad del hombre occidental que lo inventó (3) La historia de Merlín también lo dice: «Es costumbre de los malos encontrar en todas partes sus propios vicios y realzar el mal antes que el bien.»
—————
(1) Merlin, le Prophète ou le livre du Graal. Novela del siglo XIII adaptada al francés moderno por Emmanuèle Baumgarten, Edition Stock, 1980. (2) Las citas que siguen son de Jean Delumeau, La peur en Occident (XIVe-XVIIIe siècles), Fayard, París, 1978 así como Le peché et la peur. La culpabilisation en Occident (XIIIe-XVIIIe siècles), Fayard, París, 1983, passim. Véase también a Norman Cohn, Europe’s Inner Demons, Sussex University Press, 1975, passim. (3) Cf. mi novela La guerra prodigiosa: “Non est diabolus, dice el necio en su corazón. Pero yo habito en ti: bástete pensar que no hay nada más horrendo que tú mismo para que yo exista…” (Ed. Universidad de Costa Rica, San José, 1986, p. 238). En este relato sobre un Santo de la Tebaida, el demonio es narrador y personaje antagónico inventado por el Santo para sobrevivir.