9.5.16

Los trucos del demonio





Los trucos del demonio: teología aterrorizante de los intelectuales


 Capítulo de mi libro AUTOENGAÑO. PALABRAS PARA TODOS Y SOBRE CADA CUAL (ED. UCR, 2012)


 «El diablo –así lo refiere la historia– cayó en violenta cólera cuando nuestro Señor descendió a los infiernos y liberó a Adán y Eva y a todos a los que había decidido salvar.» La cólera de Lucifer, como la de Aquiles en la Ilíada, impulsa la acción de El profeta Merlín o el libro del Grial (1). Este relato del siglo XIII ilustra la práctica de justificar el origen de ciertas conductas por medio de Lucifer. Veamos cómo sucede. El Cielo ha liberado a Adán y Eva. Los diablos, contrariados –pues aquella liberación es intolerable–, se reúnen en asamblea y preparan la revancha. Conciben entonces el nacimiento de «un hombre capaz de seducir a otros hombres» y abatir el reino de Cristo. Para este fin, uno de los demonios logra ejercer su influjo sobre la esposa de un hombre rico al cual había dado tres hijas y un hijo. Gracias a ella averiguó también el demonio que la mejor forma de perder al marido era tocarle los bienes y hacerlo entrar en cólera. Se dio entonces a la tarea de destruirle parte de los rebaños y lo arrastró a la ira y lo tuvo a su merced. Después de perder muchos animales y dos bellos caballos, pronunció el hombre «palabras insensatas» y le ofreció los bienes restantes a Lucifer. Este, muy feliz, dio muerte a los animales que aún vivían y le causó nuevos daños. El hombre huyó. Entonces el demonio fue y estranguló a su hijo pequeño. Al oír las tristes noticias, al contrario de Job, el hombre renunció a la fe, desesperado. El demonio buscó otra vez a la mujer, y la hizo subir a un cofre y colgarse de una cuerda. Al enterarse de esa doble pérdida, el marido enfermó y murió. Y dice el relato: «Así actúa el diablo con los que puede someter a su voluntad.» Quedaban las tres hijas. Un joven, poseído ya por las fuerzas del mal, sedujo a una de ellas, «con gran placer.» Lucifer, a quien le gusta la publicidad del éxito, arregló las cosas para divulgar el pecado; y la joven, llevada a los jueces, recibió condena de muerte (porque así se castigaba el comercio carnal, salvo el de las prostitutas). Y dice el relato: «He aquí cómo el diablo pierde y abruma a quienes realizan sus obras»… Las otras dos hermanas se creían convencidas del rencor de Dios. Un cura, a cuyos oídos llegó la historia del drama, se acercó a darles apoyo. «Dios no odia a nadie –les dijo– pero sufre cuando ve al pecador odiarse a sí mismo.» Les dio buenos consejos, y les ofreció su asistencia y el socorro del Señor si seguían en su seno. Lucifer, como era de esperar en casos semejantes, se irritó mucho e hizo intervenir a una mujer que le servía, la cual, dirigiéndose a la más joven (a la mayor no, porque estaba llena de modestia), apela a dos recursos: la fascinación del sexo y la instigación del rencor: «¿Qué placer puede sentir una mujer –le pregunta– cuando ignora los placeres carnales?» y, luego agrega, azuzando el conflicto potencial con la hermana mayor: «Si ella puede, conocerá el placer carnal antes que tú.» Por lo menos tres veces le menciona el «bello cuerpo» y la oportunidad del gozo que no debe desperdiciar. Al fin triunfa el mal y la joven se prostituye. La hermana mayor, desesperada, busca al cura. «El diablo ronda a tu alrededor», le dice éste, «pero si tienes confianza en mí, no te seducirá.» Esta confianza debía ser clara y sin condiciones, fe en la Trinidad y en los asuntos del alma bien administrados; obediencia a los ministros instituidos en la tierra para guiar a los hombres por el buen camino y confianza en que nuestro Señor vino a la tierra a salvar a los pecadores y a quienes aceptan el poder del bautismo y los demás Sacramentos de la Iglesia. La joven confiesa su fe cristiana y pide auxilio: «le suplico protegerme de los trucos del demonio», le dice. El cura le responde: «Hija querida: si tal es tu creencia, ni el diablo ni los demonios ni ninguna otra potencia maligna podrán seducirte; pero sobre todo, te lo ruego, no te encolerices (...) Cuando un hombre o una mujer se abandonan a una violenta cólera, el diablo se insinúa de preferencia a ellos.» El demonio se valdrá de la cólera para poseerla. Una noche hace llegar a la casa a su hermana menor, con unos jovenzuelos. La mujer recrimina a su hermana. Esta la acusa de amar al cura con amor culpable. Aquella la empuja con la intención de echarla de su casa. Los jovenzuelos intervienen y la golpean. Huye a encerrarse en su habitación y se acuesta llorando, inflamada de cólera y perdido el estado de gracia. El demonio, viendo su oportunidad, se llega hasta ella y la fecunda. De esta trampa malvada nacerá Merlín. Retengamos unos cuantos datos estos primeros episodios de la historia. No es difícil señalar tres ejes sobre los cuales se orienta el conflicto: las intervenciones del demonio, las acciones del hombre y el apoyo de la gracia divina por medio de sus ministros. El ser humano conoce dos fuentes de fragilidad, una corporal y la otra espiritual; es decir, la sensualidad de la carne y la cólera o la pérdida de la voluntad. Al leer esta historia de los personajes que anteceden el nacimiento de Merlín, todo ocurre como si el demonio por un lado y la gracia del Dios, por el otro, manipularan con fuerza los hilos de un drama de frágiles marionetas. Nada más fácil para explicar la conducta moral: todo me ocurre, las cosas suceden, no hago el mal, el mal que hago no soy yo quien lo hace sino una fuerza externa a mí: Lucifer. Los orígenes simbólicos de este drama intervencionista del demonio se remontan a la derrota del paraíso terrenal. Satán indujo a la serpiente a la desobediencia; esta persuadió a Eva; y Eva, a Adán. Los animales demonizados conocerán una larga historia de monstruos que empiezan con la serpiente del paraíso y terminan en las computadoras de la fantaciencia. Adán y Eva no hacen otra cosa que repetir el pecado de rebelión de Lucifer y los ángeles caídos. El estereotipo se mantiene en el relato de Merlín: la cólera y la seducción de la carne son expresiones de la renuncia de Adán y Eva al edén, por dejarse tentar. Las víctimas futuras caerán por perder la gracia y el apoyo de los ministros de Cristo. El poder de Satán se irá acentuando hasta imponerse de manera generalizada en los siglos XVI y XVII. ¡Curiosa erudición del mal! Un tema fue objeto de discusión entre los eruditos: cuántos diablos hay. Alberto Magno dice que solo Dios lo sabe, ¡desde luego! Jean Wier, en cambio, calcula un número preciso de siete millones cuatrocientos nueve mil ciento veintisiete demonios bajo las órdenes de setenta y nueve príncipes. Suárez, en De Angelis, va más allá de esta curiosa cuantificación y sostiene una tesis teológica de orden cualitativo: cada hombre está duplicado por un demonio dispuesto a tentarlo durante toda su vida. En ese drama a la vez terrenal y fantástico, el hombre necesita de un ángel de la guarda para sobrellevar la guerra perpetua que lo enfrenta al ángel del mal. Protegida por los ángeles del bien, pero también por seres más concretos y materiales como los eruditos y los gendarmes de la Iglesia reformada o sin reformar, la humanidad sufre el conflicto de sus propias pasiones y el vértigo del caos en el que se destacan las ambigüedades de la libertad frente al poder. Las representaciones del diablo cumplen funciones distintas según la capa social en la cual se manifiesten. Los mineros de Potosí, por ejemplo, rinden culto periódico a Lucifer, dios del subsuelo, y luego expresan su arrepentimiento en procesiones consagradas a la Virgen. Este culto, orientado a ganarse el favor de un Lucifer familiar y casi protector, corresponde a tradiciones populares. El diablo popular es menos temible y, en el Renacimiento, sirve, como explica J. Delumeau, para enfrentar la «teología aterrorizante de los intelectuales» (2). Hasta el color difiere: el diablo popular es verde, azul o amarillo. Y es negro el de los eruditos, teólogos y personajes sombríos al servicio de la Inquisición. Satán seduce, hace trampas, juega con engaños, hace oír lo que no oímos. Lutero exclama: «¡Es tan grande la astucia de Satán y el poder que tiene de jugar con nosotros!» Y dice «que somos prisioneros del diablo como de nuestro príncipe y Dios.» La diversidad de sus poderes es inmensa. Para Maldonado «no hay potencia sobre la tierra comparable a la suya», y por eso «¿quién puede resistir al diablo y a la carne? Ni siquiera es posible que resistamos el pecado más insignificante.» Según el mismo autor, «hay tres clases de cosas sobre las cuales el diablo puede ejercer su potencia: los bienes del espíritu, los del cuerpo y los exteriores», es decir, sobre todo. Los demonios tienen poder para hacer casi cualquier cosa, en forma directa o por medio de brujas y magos: pueden esterilizar los campos, atacar los rebaños adoptando forma de lobos, causar victorias o derrotas militares, elevar a los hombres al honor, devolver la juventud a los viejos, como en Fausto. Según Del Río, los demonios pueden ejercer su influencia por tres vías diferentes: «inmediatamente, por movimiento local»; mediatamente, «aplicando por verdadera alteración las cosas activas a las pasivas», o bien «deslumbrando los sentidos con sus ilusiones.» Para ello se sirven de «agentes naturales como instrumentos y útiles.» Según Lutero, «ya que no solo es mentiroso, sino también asesino, el diablo atenta sin cesar contra nuestra vida misma y descarga su cólera en nosotros, causando accidentes y daños corporales.» El Renacimiento conoce también un maniqueísmo en la práctica. Es tan fuerte y obsesivo entre los intelectuales el fantasma de Lucifer, que, por ejemplo, en el Martillo de los brujos aparece citado más veces que el nombre de Dios. Unas pocas líneas de las Escrituras (Mateo, 25) inician, en el siglo XII, la fantasía del juicio final y la suerte de los condenados en manos de los demonios. En los siglos posteriores se representan estas angustias por medio de una iconografía reiterativa y brutal; Berulle escribe: «Victorioso en el ‘campo cerrado’ del paraíso terrenal, Satán despojó a Adán de su dominio y se atribuyó la potencia y el imperio del mundo que le había tocado en suerte al hombre desde su nacimiento y cuyo título lleva después de esta usurpación. Y lo persigue sin cesar por medio de la tentación, no dejando tranquila su alma mientras esté en los límites del imperio que usurpó y conquistó sobre nosotros. Invade incluso su propio cuerpo, de modo que se incorpora ahora en el hombre como, antes del pecado, se incorporó en la serpiente.» Según la interpretación de Jean Delumeau la palabra mundo tenía dos sentidos que los teólogos confundieron. En las Escrituras el demonio solo es rey del mundo de las tinieblas. Juan, en las Escrituras, por otro lado, habla del Verbo que ilumina a todo hombre que viene a este mundo. El mundo de las tinieblas que lucha contra la verdad y la vida se identificó con el mundo del hombre. Dice Delumeau: «Es preciso corregir lo que escribe Buckhardt sobre el Renacimiento, el cual solo fue liberación del hombre para unos pocos: Leonardo, Erasmo, Rabelais, Copérnico... pero, para la mayoría de los miembros de la élite europea, fue sentimiento de debilidad. La nueva autoconciencia fue también la conciencia más aguda de una fragilidad que expresan en conjunto la doctrina de la justificación por la fe, las danzas macabras y las más bellas poesías de Ronsard: fragilidad ante la tentación del pecado, fragilidad ante las fuerzas de la muerte. El hombre del Renacimiento expresó y justificó esta doble inseguridad, resentida con más crueldad que otras veces, poniendo ante sí la imagen gigantesca de un Satán todopoderoso e identificando con él la multitud de trampas y malos golpes que él y sus secuaces son capaces de inventar. Las violencias que ensangrentaron a Europa desde los primeros siglos de la modernidad estuvieron a la medida del miedo que se tuvo entonces al demonio, a sus agentes y a sus estratagemas.» En la demonología y en el miedo a Satán cultivado por los intelectuales, en los conflictos políticos y religiosos, en las tensiones de las comunidades, se fueron asociando fenómenos independientes entre sí. Por ejemplo, las prácticas de magia, que se remontan a la antigüedad (recuérdese la bruja de El asno de oro), tenían como fin el dominio de un diablo por parte del mago, a nombre de Cristo y bajo su protección. Su sentido fue cambiando y la magia se identificó con la brujería. El satanismo, la adoración de Satán, comportó un cambio de sentido: el brujo o mago pasó a las órdenes de Satán, su dueño y señor. De servirse de Lucifer en la magia, el brujo se convirtió en su servidor. Sin embargo, la confusión de brujería y maleficios con satanismo fueron más una creencia del aparato represor que de la mentalidad popular. Hay una acusación en Lucerna (1502) de 130 campesinos contra 32 brujas: en ellas casi no se menciona a Lucifer. Los pactos con el demonio contribuyeron a definir el estereotipo de las brujas en el Renacimiento y la Modernidad. También llegaron a ser objeto de esta paranoia del terror las sectas heréticas a finales de la Edad Media, sobre todo en el siglo XIV, cuando empezó su demonización. Entonces cayeron, víctimas del aparato represivo, los templarios, los waldesianos y los fraticelli franciscanos. Su estereotipo, al que contribuyó Felipe el Hermoso, consistía en una serie de acusaciones perversas, muchas de las cuales se remontan a leyendas antiguas: renegar de Cristo, servir al demonio, dar besos obscenos (en el Sabbat o en otras ceremonias), practicar sodomía, tomar parte en orgías y canibalismo infanticida mezclado con promiscuidad, incesto y remedos de la eucaristía. ¿Cómo se explica esta vasta mitología del terror cuyas consecuencias son tan devastadoras? Se trata de un fenómeno psicosocial de primer orden. La demonización del adversario acontece en periodos de tensión, cuando la realidad histórica y la conciencia sufren grandes alteraciones. En los siglos XVI y XVII los cambios geográficos, políticos, religiosos e ideológicos son de una amplitud tan grande que trastornan los parámetros de identidad y ello suscita incertidumbre, angustia y proliferación de monstruos. Los monstruos, igual que Lucifer, también simbolizan y expresan sentimientos de angustia profundos y procedimientos morales de rechazo. Propongo una interpretación. En el terror satánico intervienen tres clases de fantasías: la fantasía del miedo, la fantasía del deseo y la fantasía de la culpa. En nadie son más poderosas las fantasías y su capacidad de expresarlas que en los intelectuales y en los artistas. Son ellos quienes escribieron sobre el demonio y lo representaron en los relatos, en los murales inquietantes de las iglesias, en los grabados de los libros. Así impulsaron los estereotipos, inculcaron el miedo (su miedo) y suministraron las condiciones emocionales e ideológicas que necesitaban los aparatos represivos, eclesiásticos y estatales, para llevar a cabo las cacerías humanas, hechas de horror, acusaciones falsas y delaciones en cadena. En ninguna parte han existido nunca Satán, el Sabbat, ni los pactos diabólicos, ni las orgías canibalescas, si no fue en las mentes retorcidas de los teólogos inquisidores y en quienes ostentaban el poder secular y religioso. Propongo una segunda interpretación. Las fantasías de una amenaza se encaran de varias maneras: suprimiéndolas con la violencia, descalificándolas con el humor, olvidándolas por medio del placer o haciéndolas irreales en las bellas artes y en monstruos imaginarios. Todo esto lleva a Lucifer. El demonio le dibuja semblantes al miedo, define al enemigo (ficcional o real) y facilita su destrucción sin sentimientos de culpa. El demonio es también un instrumento de castigo cuando se rompe el orden. ¿Por qué representa Lucifer las fantasías del deseo? Estas fantasías son las más ambiguas, las más peligrosas y más necesitadas de represión. En la obsesión de Asmodeo, el demonio de la lascivia, se repliegan lo carnal, el abandono a la espontaneidad, los sueños de inmortalidad y juventud. El demonio representa deseos de vida feliz, repudiados por una religiosidad demasiado exigente y, a veces, despiadada en la regulación de las pasiones. Hans Hinkelammert explica la creencia en el canibalismo infanticida por la presencia de deseos de poder eterno. Este estereotipo del satanismo se remonta a la antigüedad: Cronos devora a sus hijos para que no lo destronen. Tántalo da a su hijo Pélope a los dioses, en un banquete. Agamenón entrega a su hija en sacrificio. En un texto del Antiguo Testamento, tal vez inspirado en Eurípides, el yahvista relata el horrendo sacrificio de Isaac ordenado por Yahvé. En la tradición de los cuentos de hadas, la reina cree comerse el hígado de Blanca Nieves. Y en el cristianismo, ¿no entrega Dios Padre a su hijo unigénito a los pecadores de este mundo, para que lo crucifiquen? Estos mitos –y su antecedente mucho más antiguo en el poema babilónico de Gilgamech– representan todos ellos la fantasía del poder: por conservarlo, se destruye al hijo. Los mitos fundacionales de Occidente se transforman y demonizan porque es difícil ver, reconocer y tolerar el deseo infanticida que apuntala ciertas ideologías del poder en Occidente. Belcebú provoca una tentación maniquea. La presencia del mal es tan poderosa, nos culpabiliza tanto aceptarnos como fuente del mal, que entonces denegamos la responsabilidad de su origen y la depositamos en un principio externo a nosotros: el diablo, o bien los genes, las pulsiones de destrucción... Hay en todo ello un fenómeno de autoengaño: lo que más repudio en otro es aquello en lo que el otro reproduce mis defectos. Son mis defectos en el otro lo que no tolero ni permito. El demonio solo está en nosotros como posibilidad. Dejarme engañar por sus trucos es engañarme con mis trucos. El demonio tramposo es otra cara de la identidad del hombre occidental que lo inventó (3) La historia de Merlín también lo dice: «Es costumbre de los malos encontrar en todas partes sus propios vicios y realzar el mal antes que el bien.»

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 (1) Merlin, le Prophète ou le livre du Graal. Novela del siglo XIII adaptada al francés moderno por Emmanuèle Baumgarten, Edition Stock, 1980. (2) Las citas que siguen son de Jean Delumeau, La peur en Occident (XIVe-XVIIIe siècles), Fayard, París, 1978 así como Le peché et la peur. La culpabilisation en Occident (XIIIe-XVIIIe siècles), Fayard, París, 1983, passim. Véase también a Norman Cohn, Europe’s Inner Demons, Sussex University Press, 1975, passim. (3) Cf. mi novela La guerra prodigiosa: “Non est diabolus, dice el necio en su corazón. Pero yo habito en ti: bástete pensar que no hay nada más horrendo que tú mismo para que yo exista…” (Ed. Universidad de Costa Rica, San José, 1986, p. 238). En este relato sobre un Santo de la Tebaida, el demonio es narrador y personaje antagónico inventado por el Santo para sobrevivir.

3.8.15







La felicidad del fumador

RafaelÁngel Herra

La felicidad del fumador radica en los gestos. 
Óiganlo bien. Les diré las razones. El cuerpo es una maraña de actividades mecánicas. La felicidad consiste en repetirse, en hacer una y otra vez movimientos idénticos porque el eterno retorno de lo mismo es sensual. No me refiero a la felicidad absoluta —esa no existe ni en los jardines del Paraíso—, sino a los pequeños placeres.

Hablaba con gran soltura. Jamás vi a Lucrecia tan sensual (la llamábamos Lucrecia, con perdón de los amantes renacentistas). 

Se lo voy a decir a ustedes, queridos amigos —siguió diciendo—: el fumador abre primero la cajetilla… a no ser que lo conviden. Este acto, siempre repetido con los mismo movimientos, no es un tic, es una ceremonia, un juego serio y a la vez propiciatorio. Tengan esto por seguro: en el interior del paquete forrado con celofán aguarda la dicha, no porque anticipe los placeres, sino porque la voluntad de abrirlo repercute hasta en las glándulas. Mientras hace esos pequeños gestos, el fumador aspira la fragancia (o el suplemento aromático, ¿qué más da?) acercándose el paquete a la nariz: el tabaco huele a deseos a punto de hacerse realidad. Primero arranca la cintilla roja y, dando un tirón, separa la película transparente. La tapa se acopla en diagonal a las caras laterales del paralelepípedo rectangular (pueden aprenderse el nombre, si quieren, dijo Lucrecia con una sonrisa en los labios, bajando la voz) y está unida al lado ancho, el cual es más bien una prolongación del cartón. De nuevo un movimiento preciso: juntando el pulgar y el índice, mientras sostiene la caja con la otra mano, saca el pequeño pliego de aluminio que sirve de tapadera. 
Esto merece una acotación: algunos fumadores arrojan los despojos en el cenicero así como quedan, sin alterarlos. Otros, en cambio, según lo han verificado las investigaciones eruditas en esta materia, prefieren arrollar y machacar el trozo de papel plateado y dejarlo caer sin más atención que la que se merece. Pero sigamos, señores. En los anales del fumado consta la evidencia de sujetos escrupulosos para los cuales el movimiento automático siguiente consiste en sacar los veinte cigarrillos a la vez, con el propósito de darles vuelta y reintroducirlos en el paquete, bien ordenados y con el filtro hacia adentro. Así, satisfechos de velar por la salud, los dedos sucios ya no tendrán que manosear la parte reservada a los labios. Permítanme que aluda a un hecho mil veces verificado por la práctica: invirtiendo los cigarrillos en la caja, la picadura de tabaco queda expuesta, sin el casto ropaje del filtro. Según refieren ciertos sabios minuciosos, este pequeño truco estimula el placer contemplativo, esa especie de voyerismo gastronómico de los fumadores embobados frente a cuatro briznas de picadura.
No mencioné aún las marcas comerciales. Bien rastreros seríamos si nos postrásemos de rodillas ante ellas. En cierto modo, todas se equivalen. Aún los sabores livianos son intercambiables, salvo el mentolado, ay Señor, ya lo invoqué y ahora me pregunto cómo lo resisten algunas fumadoras y lo aman y lo compran (porque ese vicio, quién sabe por qué, atrae en especial a las mujeres, excepto a mí). Como en cualquier mercado, entre los cigarrillos también presumen las marcas lujosas. Algunas de ellas le advertían al fumador que sacara la chequera o se metiera la mano en la bolsa hasta el codo. Pero, señoras y señores, al final todas las marcas se parecen: ni el tabaco liviano es liviano, ni el normal es normal, ni el caro es mucho mejor que el barato, excepto para hacer pública la capacidad de pago del comprador, que puede ser cualquier tipejo sin honra. Solo se diferencia un poco el tabaco negro que antes distinguía a ciertos fumadores. En el vasto imperio de la mercancía tabaquera todos tienen lo suyo, aunque esta exclusividad parece ser simple ficción. Porque lo importante no es el tabaco sino los ritos gestuales. Si las marcas son intercambiables, la ceremonia de abrir el paquete, sacar los cigarrillos, etc., etc., siempre se repite y expresa un estilo personal.

Lucrecia guardó silencio por unos segundos, nos miró sin sonreír y siguió: 

Una vez abierta la cajetilla y expuestos los cigarrillos a la mirada ansiosa, hay que elegir uno entre veinte. ¿Cómo? Son iguales, iguales entre ellos, iguales hasta la desesperación, hasta el vértigo, perfectos en su igualdad pura. Sin embargo, tengo que sacar uno solo, pues ni yo ni nadie se fuma varios al mismo tiempo (salvo los fumadores distraídos). ¿Qué hago? Los cigarrillos se aprietan unos contra otros, en pares ordenados, maldito orden de dos filas de diez, no hay espacio para meter las pinzas del índice y el pulgar que tan bien se desempeñaron en sus ritos anteriores, cuando sacaron el celofán y abrieron la tapa de cartón. Si el fumador tiene dedos torpes o muy gruesos, no le queda más que volcar la cajetilla y practicarle un golpe seco contra la palma de la mano o contra el índice, la mano extendida, para liberar unos cuantos cigarrillos, desordenando las filas de dos en fondo, con el noble propósito de tomar entre los dedos el que se haya separado mejor. A fin de cuentas la ruleta del azar va condicionado nuestras decisiones incluso en los detalles inútiles. Si el fumador tiene la suerte de nacer con dedos finos, coge, por ejemplo, el cigarrillo de la esquina izquierda, abajo, y se da por satisfecho. Este acto, igual que cualquier otro, tiene valor en sí y es un valor agregado a la vida. Alegrémonos, señores. Como dice un soñador por ahí, al elegir se le han sumado tres segundos de libertad al mecanismo implacable del gozo.
El fumador se delata: ha llegado la hora. Quiere aproximarse el cigarrillo a la nariz, respirando, acariciándose. Le agrada tocar, palpar, apretar, oler, rozar con los labios el blanco cilindro. La gran promesa repetida una y otra vez en cada cantacto y nunca acabada de satisfacer, es un filtro de amor. Qué agradable voltear el cigarrillo, arrancarle briznas de tabaco con los dientes y retenerlas en los labios y la lengua hasta sentir un tibio fuego picante. 
Ahhh, bendito sea el fumador que, sin paciencia para resistir sus ansias, aprieta la caja de fósforos, la abre, saca el primero que puede y lo frota hasta producir un pequeño chasquido… pero no, el fumador paciente no quiere todavía el tufo de pólvora, antes sostiene el pitillo con dedos de niño tranquilo, sin presión, para conservarlo intacto mientras la brasa y las aspiraciones lo transfiguran en humo. Para lograrlo —desgraciado el que no siga este método— se ejercita el tacto fino y así lo hace incluso el canalla más desenfrenado, el más brutal patibulario: se lo aproxima a la nariz y, Dios me salve, qué felicidad en esa aspiración preliminar y anhelada: ahí veo al fumador cerrar los ojos, concentrar la atención en el fuego seco, antesala del mundo deshecho y vuelto a rehacer en la frágil materia de la combustión que entrará en su cuerpo junto con el aire que da vida. Qué sacra ceremonia extraer el cigarrillo, llevárselo al rostro, acariciarse la pared de la nariz en su blanco augurio y dejarlo flotar entre los labios para retenerlo con veneración propia de inmortales. Ahora el fumador tienta la cabeza del filtro con la punta de la lengua… el filtro, sí, esa ofensa a la noble picadura. Qué agradable acercar el tabaco a los labios, a la lengua, a los dientes, darle mordisquillos y arrancarle filamentos, hasta que reine en la boca una textura de cáscara de limón.

Lucrecia se volvió a interrumpir, miró hacia el salón, más allá de los oyentes, y siguió hablando, poseída, mientras un vecino de mesa expulsaba humo por la nariz.

Así es la historia de cada bocanada. La prehistoria comienza antes, señores, mucho antes —y valga la redundancia—, puesto que se debe comprar la cajetilla, hacer un esfuerzo y desplazarse. El cantinero, el mesero o el vendedor en el kiosco te la entrega con un gesto firme, serio, mano a mano, celebrando un contrato. Sin embargo, aunque practique un acto de confianza, se muestra indiferente (¿no ve, el muy imbécil, que en esta transacción se juega tu identidad?). Ese aire indiferente no tenía importancia. La debacle sobrevino después, un día no muy lejano, créanme, pues comprar cigarrillos en el supermercado es una humillación. Nuestros tiempos han renunciado a toda ceremonia. Qué horror. Los paquetes esperan al cliente en un anaquel cualquiera sin nobleza ni honra, como vulgar mercancía. Pero escuchen más, señores, vean lo que hay que ver, pues el drama no acaba allí. La degradación empeora con los máquinas automáticas. Y peor aún, el punto más bajo de esta universal vergüenza, ocurrió cuando en muchos países instalaron expendedores traga monedas en el submundo de los servicios sanitarios: qué repugnante, Dios mío, junto a los orines y las máquinas automáticas de condones.
Señores: el placer del vicio consiste en gestos cíclicos, propiciatorios, como los del actor: repetir, repetir y repetir, para que cada repetición sea algo nuevo. Por eso digo: es inútil encender el cigarrillo y aspirar el humo. Gracias a la reinvención de los gestos, el fumador se satisface sin fumar y evita una deshonra, la más vergonzosa del mundo: el cenicero y las colillas, restos de naufragio, pestilencias, penes vencidos, triturados, humillados entre cenizas.


Así terminó Lucrecia su discurso, los labios húmedos, aspirando humo imaginario. 

9.4.10


QUÉ BUENO VER TELEVISIÓN

El cuatro por cuatro voló zumbando por mi derecha y serpenteó entre los autos que me precedían, para perderse de vista.

Atiné a ver a una muchacha apañada al volante; y vi otra cosa más. Esta escena repitió un hecho que me había llamado la atención meses antes cuando subí a un taxi a la hora en que se jugaba un 'clásico' del fútbol costarricense.

La misma aparición se repitió en cinco o seis vehículos más. Tal vez esta podría ser una carta a los señores diputados.

¿De qué hablo? En Costa Rica es posible lo que en Canadá, para citar un país con reglas de tránsito serias, no se le ocurriría a nadie ni en las peores pesadillas de horror.

Les hablo de la televisión... o, más bien, de la costumbre de sentarse frente a un televisor. Pero no en cualquier parte, en una sala o con ocasión de esa infame costumbre de colgar pantallas que te acosan en bares y restaurantes.

No, no hablo de eso. Hablo de los pequeños aparatos atornillados tras el volante y que van encendidos, parpadeantes, luminosos, seductores, mientras el chofer aprieta el pie derecho en el acelerador. Tal cosa tienen en común la chica arrogante que volaba serpenteando en su 4x4, el taxista que se moría por un equipo de poca gloria y más importante que las calles por donde transitaba, y todos los demás casos que el azar me puso frente a los ojos.

Señores diputados, me dirijo a ustedes sin mucha esperanza de éxito. Solo quiero terminar esta carta con lo que considerarán una trivialidad: nada más cerca del crimen que ir conduciendo con un televisor encendido frente a los ojos.

Solo un idiota con cinco rones en las tripas lo super.

11.8.08

CHIRRIPÓ


Tres días en el Chirripó

Reto. Sus amantes, como todos los amantes, lo saben: 3.820 metros sobre el nivel del mar, 20 km. montaña arriba y un ascenso de 2.320 metros, son una bagatela si la meta es un amor sin condiciones. Lo merece el que goza la naturaleza y el que sacuda sus músculos dormidos.

Viernes, el ascenso. Aquel fin de semana escuché cantos de jilguero. Durante tres días habité el páramo, miré el cielo azul con ojos de amante bíblico y respiré un aire sin mácula que solo he visto en el Altiplano de Bolivia. Los amantes del Chirripó, como todos los amantes, lo saben: 3.820 metros sobre el nivel del mar, 20 kilómetros montaña arriba y un ascenso de dos mil trescientos veinte metros, son una bagatela si la meta es un amor sin condiciones. Se lo merecen el amante de los goces naturales y el que se sacuda sus músculos dormidos.

Éramos cinco: Pedro Bolaños, médico, experimentado maratonista y veterano de caminatas y carreras al Chirripó, sus dos hijas, Faviana, Arianne, Roberto, y yo. Esta compañía fue una suerte por el ánimo que inspiraba.

Todo el mundo conoce el inicio de la primera cuesta en el kilómetro 0, a 1.520 metros; aunque El termómetro podría intercambiar de nombre con cuesta de Los arrepentidos, ya cerca del Centro ambientalista El páramo, a 3.400 metros. Debo ser sincero: durante la dura marcha de ascenso disfruté poco el entorno; más bien me concentré en el camino: pedruscos, tierra arenosa, cantos rodados, escalones, rampas, el color cambiante de la arcilla terracota que va desde el marrón café con leche hasta el barro de olla casi blanco. Ponía más atención a la resistencia del terreno, a los cambios en mi cuerpo, a la pérdida de energía. En los tramos más duros el monitor de ritmo cardíaco que portaba se aceleraba. De pronto sentí una sensación anómala: me percibía, percibía mi cuerpo por medio del reloj en la muñeca.

Superé, a paso tranquilo pero reconcentrado en el esfuerzo, las cuestas de Los monos (1.739 m), Llano bonito (2.519), Barba de viejo (2.817), Monte sin fe (3.200), Los arrepentidos hasta llegar al refugio al pie de la colina más bella del mundo. En treinta minutos quedó atrás la administración donde venden camisetas con una leyenda propia de ostentadores: "Yo también subí el Chirripó".

A las 2 p.m. nos echamos a rodar cuesta arriba una vez más. Llegamos a la cima del Chirripó a las 5 p.m. El sendero, serpenteando por el páramo, pasa junto a un riachuelo de curso tranquilo. El Talari forma un cañón en miniatura entre el verde ceniciento, matizado con gran variedad de yerbas en flor. Es imposible no ver los destrozos de la conflagración. Varios incendios, en las últimas dos décadas, destruyeron robles del bosque y parte del páramo. Yacen por ahí los esqueletos de miles de troncos, duros vestigios de un jardín natural abatido y hoy en proceso lento, lento de regeneración.

Este viernes nuestros pasos nos llevaron hacia valles de poesía, a los cuales flanquean, a izquierda y derecha, los altos macizos de roca pura cincelada por el viento. Luego, virando hacia la izquierda, ascendimos un sendero, a la derecha del cual el terreno se corta en profundos farallones, hasta una loma frente a la cual se eleva el cuerpo sereno del Chirripó. A sus pies descansan el Valle Morrenas y sus lagunas. Después de un descanso, seguimos hacia la cima por el sendero de pedruscos encabalgado en la montaña. Cuando me vi, estaba a mitad de camino en la ladera del pico, las manos apretadas a las rocas, el vacío a mis pies.

Entonces empezó el vértigo.

No lo había previsto. Fue repentino, implacable. Abajo, entre bancos de niebla, resplandecían las nueve lagunas, casi misteriosas. Me detuve, abrazado a la pared, respiré hondo, mereciéndome el aire puro. Di unos pasos hacia atrás, iba a emprender el regreso, pero entonces, en aquel instante de fuga, me dije: 'seguiré y bajaré de cuatro patas, como personaje de arte grotesco, pero sigo'. Corrí hacia arriba, el corazón rompió sus límites, llegué. Pedro me dio un abrazo. Siguieron la contemplación del horizonte, el frío, las fotografías. A dos grados Celsius yo andaba sin abrigo, sin guantes, sin gorro, ni bufanda. Tenía que mantener el calor, vencer el vértigo. Pero el vértigo se fue solo. No reclamo mérito alguno. Bajamos con tranquilidad, casi saltando. Llegamos al refugio a preparar la cena, a oscuras. Hacía falta recuperar fuerzas, hablarnos sobre el milagro de ascender y sobre el goce de aquel mundo insólito, tan cerca de nosotros y a la vez tan lejano, y por cuya magnificencia se debía pagar el precio de un esfuerzo físico que solo para los deportistas es algo natural.

La ruta del sábado. El sábado los pasos se iniciaron por la ruta del Chirripó hasta el Valle de los conejos, a 3,3 kilómetros. Conservo dos fotografías del lugar donde se encontraba, hasta 1982, la barraca del primer refugio del parque. Muchas cosas se conocen pero no se saben: un ambiente alterado tarda en recuperarse; tras 21 años el suelo ahí sigue mustio, con manchas de erosión. Da pena el crimen ecológico que arruinará por siglos el campo costarricense.

Hora y media después estábamos junto a la laguna Ditkevi, diminuto espejo de juguete del páramo 7.

Antes de llegar a los Crestones se eleva una formación montañosa, tal vez la más dramática del parque, sobre todo si la enturbian jirones de niebla arrastrados por los vientos como si acabaran de salir del Purgatorio.

Llegamos a los Crestones, la meta del sábado, después de otra subida, ya casi forzada, por los cascajos de un caminillo de saltos abruptos. Desde uno de aquellos pedruscos que se remontan al origen del mundo, el más ancho y alargado, se divisa el horizonte en todas direcciones. No hay mejor sitio en el Chirripó para contemplar la magnificencia de un atardecer de verano sin niebla. Pero ese no era el día.

El domingo del regreso. Cuando dejamos el refugio debí comprender que la nostalgia y el esfuerzo van de la mano; pero no fue así: aún no había llegado el tiempo de recordar; lo veo ahora, días después, representándome la luminosidad infinita pero fugaz.

Cuando vi las yerbas y los arbustos del páramo y, más adelante, los robles del bosque nuboso, pensé en los colores de la vegetación costarricense. En el Pacífico los verdes conforman un el espectro de tonos suaves, brillantes, hasta alcanzar la sutileza de matices cenicientos. El Caribe impone gamas sombrías, verdes intensos, animados por sombras y humedad. En el páramo los verdes evocan a los del Pacífico, pero, montaña abajo, se tornan fantasmales gracias al efecto inquietante de la niebla y a los líquenes colgados de las ramas como barbas de gigante viejo. Estos colores convocan afectos y emociones de muy variada naturaleza. Kant se imaginó la estética de lo sublime junto al Báltico, admirando las estrellas sobre su cabeza. En el trópico le habrían bastado las montañas y los bosques.

Durante el descenso se reconocen las mutaciones del páramo en bosque. Los árboles crecen, la vegetación aumenta en densidad y variedad. El roble negro y el roble blanco preceden a las pacayas y al helecho arborescente, la planta más bella, esbelta y misteriosa del trópico. El inicio de la Cuesta del agua coincide con la frontera del bosque de robles. Desde ahí el paseo es un ingreso mítico a un mundo de niebla atravesado por rayos de luz fugitivos. Si el jardín del Edén existiera en alguna parte, además del locus imaginarius que ocupa en occidente, estaría poblado de jilgueros. Su canto es infinito. En algún lugar de la cuesta, un letrero sienta una advertencia sobre el abismo nuboso: "Peligro. No recostarse en la baranda" (de troncos). Detrás de cada vuelta del camino hay una caída vertiginosa. Junto a los helechos arborescentes empiezan a verse barbas de viejo, enredaderas, largos bejucos, cientos de epífitas, garrobos y líquenes, hongos de colores insólitos. En un instante que se me escapó de la mirada, Pedro tuvo la única oportunidad posible de pillar a un ratoncillo del bosque atacando a una serpiente. Logré ver a los dos animales, pero no el ataque, perturbado por nuestra presencia. El ser humano altera incluso los mecanismos de agresión en el medio natural.

En el último kilómetro me lesioné la rodilla, pero eso no importa. Me queda el placer del ascenso. La montaña pertenece a los ascetas, aunque sea por unas horas. A su regreso, después del largo esfuerzo, ya lo sabe: hay cosas que valen la pena en sí mismas, sin otro fin más allá de la energía consumida y la contemplación del reino natural. Quien culmina la tarea de elevarse sin perder el contacto con el polvo donde se apoyan los pies, siente la ilusión de penetrar los misterios de la vida, o tal vez se reencuentra consigo mismo en un estado de purificación, y se lo agradece a alguien, incluso a los dioses, aunque sea preciso inventarlos. En vez de agotarse, ha tomado fuerzas del barro; en el aire puro ha conocido la felicidad.

http://www.nacion.com/proa/2005/julio/24/proa9.html

2.8.08

Pinchonazos


Un pinchonazo en internet cae tan mal como el de una llanta.


Un día de estos, sin darme cuenta, hice clic (o pinché, como dicen los españoles) en un sitio indebido y así se fue volando a todas mis direcciones una solicitud de amistad automática. Había caído en la red, para decirlo bien dicho. Instituciones frías y sin espacio para el diálogo, e incluso destinatarios inútiles que debía haber borrado, recibieron el mensaje.

Algunos amigos se sorprendieron, como aquella señora muy digna que me escribió: «Puede ser que no hayas sido tú quien me mandó esta solicitud. Será original, pero me da la idea que no es tu estilo [...]. No me entiendas mal, no soy de la opinión que sólo las “viejas” puedan interesarse por ti [...]». Valga la broma. Peor me fue con un señor muy serio cuya carta traduzco, también en parte: «¿Me enviaste tres emails en los que se me impele a unirme a una red llamada [X]. Llegaron a tu nombre [...] y creo que se trata de correo basura. Aunque no fuera así, no estoy dispuesto a entrar en esa red, pues mi tiempo es muy valioso». En suma, salí regañado.

Aunque estoy inscrito en un par de tales redes, no las visito casi nunca, más por falta de tiempo que por desinterés, aunque, si alguien pone un mensaje, me asomo a curiosear y a responder con el interés del caso. Como no soy diestro en el programa de marras, lo cual solo llega con la práctica, pasé inadvertido un truco: al aceptar una invitación y entrar, según me ocrrió, se abre la opción de una entrada a todas tus direcciones y, si no te das cuenta, el pinchonazo envía invitaciones ciegas a todas ellas, sin reparar en edad, sexo, amor o desamor.

No tengo prejuicios contra estas redes. Pueden ser interesantes y llenar necesidades de comunicación, sirven para compartir opiniones, fotografías e intereses. Lo curioso es que a veces pueden ser compulsivas en su diseño mismo o volverte compulsivo. Una de ellas, cuando te llega la invitación de alguien, añade este texto: ¿Qué diría fulanito si le dices que no? Te obliga a 'enredarte' a fuer de no ser descortés.

No podemos ignorarlo: la telemática ha cambiado el mundo y enhorabuena. Me queda un consejo: no pinchar en cualquier parte sin la discreción debida.

(La Nación, Pág. 15)

25.7.08

Carretas lejanas en mi memoria

San José. Desfile de boyeros. Chuzos, gente, un sol cariñoso después de tantas lluvias. Este domingo fui a ver y a fotografiar, pero terminé vagando entre los espacios de la memoria.
Tres recuerdos de infancia me apretaron el corazón. Los tres pugnan aún por saltar desde los linderos del olvido.

Primero se me aparecen una carreta y una yunta desbocada calle arriba, y un boyero doliente en el suelo – le sangra una pierna, el pantalón está roto, sucio, con suciedad de tierra. Algo acaba de ahuyentar a los animales. Corren en fuga vertiginosa pisoteando con furia el pavimento. Las ruedas suenan a bestias que roen piedra. La sangre tiñe un pie descalzo.

El otro recuerdo es más doloroso. También es una imagen flotante en las lejanías de mi niñez.
Silencio. No hay voces, ni ruidos. Sobre la carreta yace un cadáver, tal vez el boyero mismo. Nadie mira. Las cosas se han inmovilizado. El cadáver está rígido, no cabe en el cajón, más bien reposa entre los parales, junto al chuzo. Las campanas de la Iglesia de la Agonía no doblan por el muerto. Los bueyes rumian, apacibles. ¿Se habrán dado cuenta? Nadie llora al boyero. Aún me conmueve su soledad.

El tercer recuerdo es simple algarabía. Hay carretas vacías, yuntas de animales blancos, grises, pintados, con cachos que rascan el cielo. Están en la Calle ancha, frente a la Iglesia, porque hoy es fiesta patronal. Los boyeros han venido a merecer el perdón del Santo Cristo de Esquipulas.
No recuerdo haber visto carretas en mi familia, pero una vez, jugando en el cielo raso de la casa de mis abuelos, me llamó la atención la existencia de una pieza del cajón puesta ahí, como puente entre las vigas. Tal vez sigue en el mismo sitio, aún hoy, tras tantos años de olvido.

Mis recuerdos lejanos se entremezclan con carretones tirados por mulas de anteojera. Pero estos ya desaparecieron del país y no sé si de la memoria. Ya no podemos fotografiarlos. No importa. Aún nos quedan las carretas. Celebrándolas con desfiles no podremos a reconstruir el país que se fue, pero rescatar del olvido los recuerdos compartidos como ese nos ayudará a inventar el país que aún queda por hacer. ◊